Estaba yo con el típico síndrome de la pantalla en blanco cuando me he topado, cual mandamiento divino, con la siguiente frase en una de esas imágenes instagrameadas con quotes supuestamente aleccionadoras que cada día pueblan las redes sociales:
O te distingues, o te extingues.
Y me ha dado por pensar si realmente esa frase expresa una realidad o simplemente ‘distingues’ rima de puta madre con ‘extingues’ y ya está.
Lo que es seguro es que hace 160 millones de años este mantra no valía para nada. Que se lo digan, si no, a los dinosaurios. Bichos excepcionales, de capacidades asombrosas y aspecto más trash que Alaska recién levantada, y que sin embargo no fueron capaces de sobrevivir a la caída de un meteorito gigante ni a la expansión de los mamiferos, más simplones pero mejor preparados a los cambios. Por tanto, en esta época quizás tendría más sentido un:
O te adaptas, o te extingues.
Pues sí, porque de estos mamíferos ya había una rama de la que saldrían los homínidos, familia que el género humano tiene el gusto de compartir con primates y gorilas. Pero en esta epopeya de la evolución, muchas especies homo se quedaron atrás, la última hace nada, hace unos 28.000 años, cuando se extinguió el último homo neanderthalensis después de 5000 años de coexistencia con el homo sapiens (sí, esos somos nosotros). ¿Las razones? Bueno, parece que no fue por su capacidad de adaptación, ya que estaban preparados para el frío extremo de las glaciaciones . Tampoco eran menos inteligentes, porque su cerebro era igual o más grande al de los seres modernos. Pero eran diez veces menos numerosos, y ya se sabe lo que es capaz el ser humano cuando el hambre aprieta o hay partido de fútbol. Así que, de nuevo, de nada les sirvió distinguirse y todavía menos adaptarse. Es más, ganó el homo más común. El mantra volvió a cambiar:
O eres de los nuestros, o te extingues.
Vale, y llegamos a la época de las civilizaciones, la de los últimos 4000 años, cuando ya se nos ha caído el pelo de los hombros y dejamos de confundir al orangután con nuestra suegra. Una época caracterizada básicamente en la obsesión por dividir todo lo que veíamos. Primero empezamos con los dioses, claro, cada uno el suyo. Luego salimos de las cuevas y empezamos a poner vallas para dividir la tierra: que si este terreno para mí, que si este pueblo es mío, que si ahora formamos esta nación, que ahora nosotros somos un imperio… Claro, con tanta división, algunos se llevaban más que otros, y la solución fue dividirnos en clases, que más o menos son las que hay ahora: los pobres (la mayoría), los ricos (los que menos) y los pringaos (el resto). Por resumir: al final todo provocaba disputas. Que si este trozo de tierra que he descubierto pertenece a mi corona, que si tu Dios es más chungo que el mío, que si tú me debes vasallaje… ¿cómo se arreglaban esas diferencias de opinión? Pues a tortas. Para partir la pana había que partir cabezas, y de ahí que la Historia sea una procesión de guerras hasta bien entrado el siglo XX en las que tener las mejores armas prevalecía a tener más colegas. Y si alguien se atrevía a distinguirse poniendo en duda alguna cuestión, tipo la Tierra no es el centro del Universo o la exclavitud es una mierda, pues matarile y a otra cosa. Aquí el mantra era:
O le atizas, o te extingues.
Y llegamos a la actualidad. Una época más tolerante, en la que, si bien Galileo no sería nunca condenado a muerte por sus teorías heliocentristas, seguramente tendría menos followers en twitter que Lady Gaga. Es decir, ¿realmente valoramos a la gente que hace o dice cosas excepcionales? ¿Vivimos en un sistema que distingue y premia la calidad? En 2007 uno de los mejores violinistas del mundo, Joshua Bell, se plantó en el metro de Nueva York con un Stradivarius «Gibson ex Huberman» y tocó durante 43 minutos. Muy pocos se acercaron y nadie le reconoció.
En unos tiempos en los que la lengua de Cyrus capta más atención que el trabajo de un astronauta en la Estación Espacial Internacional, realmente dudo que distinguirse, entendiendo el termino como sobresalir por tu esfuerzo en algo, sea sinónimo de reconocimiento. Más bien creo que todo lo que valía antes sigue estando vigente a través del oportunismo, el amiguismo y la falta de ética. Coger estos atajos te pueden convertir en un líder político, en cantante de éxito, en director creativo o en lo que aspires. Pero no por ello lo serás de verdad. El respeto es algo que se gana con trabajo y tiempo, y al final tiene su recompensa, aunque sólo sea por haber sido siempre una buena persona. Es otra clase de triunfo, lo sé, pero vale la pena.
No sé quién se acordará de Lady Gaga dentro de 160 millones de años, pero Galileo siempre será recordado como el padre de la astronomía. Y, seamos sinceros, ¿a quién no le gusta Jurassic Park?
Porque a veces extinguirse no es lo peor que te puede pasar.